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jueves, 4 de enero de 2024

DEVOCION A MARIA

 “Es una devoción llena de confianza en la Santísima Virgen, como la de un niño con su buena madre”. Después amplía esta definición con otras palabras, tales como: recurrir con gran sencillez y ternura a María en las necesidades espirituales y materiales, implorar su ayuda en todo tiempo, lugar y circunstancia, en las dudas, extravíos, tentaciones, debilidades, caídas, desalientos, escrúpulos, cruces y contratiempos de la vida, para que ella te consuele. María es tu recurso ordinario, sin temor de importunar a tan bondadosa Madre ni desagradar a Jesucristo. Si meditamos lo que dice Montfort en el nº 105 de su Tratado, nos daremos cuenta que está describiendo la espiritualidad de la “infancia espiritual” con María, que no es otra cosa que la relación íntima de una madre con su hijo y viceversa. La vida de Montfort se distinguió, de manera especial, por una relación filial, amorosa y tierna con María, cuyas características son: humildad, sencillez y abandono; o sea, las virtudes propias del “esclavo de amor”. Montfort describe el camino de la esclavitud mariana como el “abandono del niño en la madre que lo lleva en su seno”. Es el camino de la Infancia espiritual que Jesús practicó con su Madre y que tantos santos han imitado. Nuestra vida de cristianos es, esencialmente, un misterio de filiación divina y mariana. Los cristianos somos hijos de Dios e hijos de María y, por ello, debemos vivir en espíritu filial y en actitud de infancia hacia Dios Padre y hacia la Santísima Virgen, nuestra Madre. Por eso dice Montfort que “quien no tiene a María por Madre no puede tener a Dios por Padre”. Si queremos ser cristianos auténticos, debemos ser marianos, porque el propio Cristo, históricamente, fue mariano. No se trata, pues, de disfrazar nuestra vida cristiana con un barniz superficial de devoción mariana, impregnada de puro sentimentalismo, sino de hacer nuestra estrega total a María y a Jesús por ella, cumpliendo lo que dice el Santo: “Hacer todo POR María, CON María, EN María y PARA María, para hacerlo todo POR Jesús, CON Jesús, EN Jesús y PARA Jesús”. Solo en la medida en que nuestra vida sea enteramente filial, será verdaderamente cristiana. El espíritu filial no es propiamente una virtud, sino el estilo con que hemos de practicar las virtudes. Montfot se identificó con las palabras del salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre”. Aprendió y practicó el estilo de vida que propuso Jesús a sus discípulos, cuando les dijo, mostrándoles a un niño: “En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como este niño, no entraréis en el Reino de los Cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese el más grande en el Reino de los Cielos”. (Mt 18, 2-24). La forma de actuar de Montfort, radicalmente evangélica, como muy bien nos muestran sus biógrafos, era de una pureza de intención total y absoluta. La forma como hablaba en sus misiones y el testimonio de su vida pobre y sencilla desprendían una fuerza espiritual a la que no podían resistirse los corazones más endurecidos. El Santo les transmitía aquella dulzura que él había aprendido de la actitud humilde y sencilla de María en el misterio de la Encarnación. Una tierna devoción a María no tiene nada que ver con la debilidad, la sumisión o la sensiblería de los espíritus débiles, sino que, como nos muestra el Santo en las actividades apostólicas y misioneras que llevó a cabo, es fortaleza en las pruebas más duras que puedan presentarse en nuestras vidas. No podemos imaginarnos a Montfort desalentado y triste ante las pruebas. Un evangelizador infatigable, como lo fue San Luis, lucha y muere en la batalla. Prueba de ello fue cuando le prohibieron bendecir y, después destruir, el impresionante Calvario de Pontchateau. La serenidad y delicadeza que mostró en esta difícil situación fue un testimonio de fe y confianza en la Providencia de Dios. Su predicación era especialmente tierna y delicada, cuando hablaba de Jesús Sabiduría o de María. Así lograba la conversión de aquellas personas rudas y sencillas, llevándolas a la confianza en Dios Padre y en María. Montfort, a quien nos lo describen sus biógrafos como una persona inclinada a la cólera por su carácter, evolucionó hacia una mansedumbre y dulzura admirables, que el Santo aprendió en la Escuela de María. Termino con la oración que nos propuso el Papa Pablo VI, que puede ser objeto de nuestra meditación personal: “Consérvanos, Señor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando tengamos que sembrar con lágrimas. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas. Y ojalá que el mundo actual pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, sino a través de servidores del Evangelio, que han recibido en sí mismos la alegría de Cristo y aceptan consagrar sus vidas a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”.



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