Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Esta
es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha
acompañado desde el comienzo de este año litúrgico. Y terminaré hablando del
paraíso, como meta de nuestra esperanza.
“Paraíso” es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la
cruz y está dirigida al buen ladrón. Observemos un momento esa escena. En la
cruz, Jesús no está solo. Junto a él, a la derecha y a la izquierda, hay dos
delincuentes. Tal vez, pasando ante aquellas tres cruces izadas en el Gólgota,
alguien lanzó un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia
condenando a muerte a gente así.
Al
lado de Jesús también hay un reo confeso: uno que reconoce que ha merecido ese
terrible suplicio. Lo llamamos el “buen ladrón”, que, al contrario del otro,
dice: Nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestros hechos (cf. Lc
23,41).
En el
Calvario, en ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su
encarnación, de su solidaridad con nosotros, pecadores. Allí se cumple lo que
el profeta Isaías había dicho del Siervo doliente: “Fue contado entre los
malhechores” (53:12; Lc 22:37).
Es
allí, en el Calvario, donde Jesús tiene la última cita con un pecador, para
abrirle, también a él, las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la
única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús se lo
promete un “pobre diablo” que en el madero de la cruz tuvo el valor de hacerle
la más humilde de las peticiones: “Acuérdate de mí cuando entres en tu reino”
(Lc 23,42). No tenía buenas obras que ofrecerle, no tenía nada, pero confíaba
en Jesús, al que reconoce como inocente, bueno, tan diferente de él (v. 41).
Fue suficiente esa palabra de humilde arrepentimiento para tocar el corazón de
Jesús.
El
buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: Que somos hijos
suyos, que siente compasión por nosotros, que está desarmado cada vez que le
manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales
o en las celdas de las prisiones este milagro se repite infinidad de veces: no
hay nadie, por muy mal que haya vivido, al que solo le quede la desesperación y
le esté prohibida la gracia. Ante Dios todos nos presentamos con las manos
vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había puesto a rezar al
fondo del templo (Lc 18:13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último
examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan ampliamente
las buenas obras, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios.
¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!.
Dios es Padre, y espera hasta el final nuestro regreso. Y al hijo
pródigo que vuelve y comienza a confesar sus faltas, el padre le tapa la boca
con un abrazo (véase Lc 15:20). ¡Este es Dios: nos ama así!.
El
paraíso no es un lugar fabuloso, ni tampoco un jardín encantado. El Paraíso es
el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en la
cruz por nosotros. Donde está Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él hay
frío y tinieblas. En la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús:
“Acuérdate de mí”. E incluso si no hubiera nadie que se acordase de nosotros,
Jesús está allí, a nuestro lado. Quieres llevarnos al lugar más hermoso que existe.
Quiere llevarnos allí con lo poco o lo tanto bueno que ha habido en nuestras
vidas, para que no se pierda nada de lo que ya había redimido. Y a la casa del
Padre llevará también todo lo que en nosotros todavía necesita redimirse: las
faltas y los errores de una vida entera. Esta es la meta de nuestra existencia:
que todo se cumpla y sea transformado en amor.
Si
creemos esto, la muerte deja de darnos miedo, y también podemos esperar en
dejar este mundo con serenidad, con tanta confianza. El que ha conocido a Jesús
ya no teme nada. Y también nosotros podremos repetir las palabras del anciano
Simeón, bendecido por el encuentro con Cristo, después de una vida consumida en
espera: “Deja ahora ,oh Señor, que tu siervo vaya en paz, conforme a tu
palabra, porque mis ojos han visto tu salvación “(Lc 2,29-30).
Y
en ese instante, por fin, ya no necesitaremos nada, no veremos borroso. No
lloraremos más innecesariamente porque todo ha pasado; incluso las profecías,
incluso el conocimiento. Pero el amor no, el amor permanece. Porque “la caridad
no acaba nunca” (véase 1 Cor 13: 8).
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